Las familias con niños escolarizados en la educación especial -actualmente 37.500- llevan años luchando, incluso antes de que Isabel Celaá fuera ministra de Educación, por los derechos de sus hijos. Ahora lo que les preocupa no es solo que la nueva norma, la Lomloe, amenace con el cierre de los centros en diez años (ya era así en su redactado original de hace un año) sino que el texto actual es más agresivo y, en aras de la «inclusión», se pone en segundo lugar el interés superior del menor. ABC recoge los testimonios de familias y docentes que explican por qué la educación especial es la mejor opción.
Mago More, padre de Marcos, un niño con parálisis cerebral
«Se creen que esto es como la película de Campeones»
Izquierdo recuerda que con esta ley, Celaá insiste en la peregrina idea de que «los hijos no pertenecen a los padres». El mago se pregunta: «Entonces. ¿De quién son?». Se considera defensor de la integración, pero de una «integración real» y apunta que «los talibanes que quieren acabar con los colegios de educación especial, no tienen hijos con discapacidades intelectuales». Además, comenta que la Ley Celaá también supone un problema añadido para los profesores de las escuelas ordinarias, pues «la teoría es muy bonita», pero los docentes no están preparados para atender a niños que requieren otro tipo de formación y atención por parte del profesorado. «Se creen que esto es como la película de Campeones».
Este padre destaca que es «sangrante» que el Cermi (Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad), que no ha visitado ni un solo colegio de educación especial, sea partidario de vaciar estos centros para que, con el tiempo, terminen cerrando. En esta línea, argumenta que la Ley Celaá supone en la práctica un cierre indirecto de estos colegios, que terminarán desapareciendo cuando empiecen a ser deficitarios.
Izquierdo condena que «nadie haya preguntado a ningún terapeuta para elaborar la ley», pues el resultado final es que «nuestros hijos cada vez van a estar peor atendidos», y añade que «el Gobierno ha creado un problema donde no lo había». El castigo a la educación especial, concluye, «es un drama» para Marcos.
Alba del Río, madre de Javier, de 13 años que tiene síndrome de Down
«La integración es maravillosa, pero no instrumentalicen a mi hijo»
Javier tiene 13 años, y aunque actualmente acude a clase a un centro de educación especial, no siempre ha sido así. Él comenzó su andadura académica en un centro concertado de integración, donde estuvo hasta que cumplió 4 años. Allí «le trataban muy bien, pero no era más que un mueblecito, siempre a un lado de la clase» porque la profesora «tenía que atender a veintitantos alumnos más y no daba abasto», cuenta su madre, Alba del Río.
En aquella etapa de Infantil, el síndrome de Down de Javier más o menos le permitió crecer al mismo ritmo que sus compañeros de clase. Pero esa diferencia «se acentúa cuando van creciendo, y los niños sin discapacidad evolucionan de forma natural, a otro ritmo», añade Alba. Con sus compañeros tenía un buen trato y convivencia, pero sin embargo, en los cuatro años que estuvo matriculado en ese colegio «nunca nadie, a excepción de una niña, lo invitó a su cumpleaños».
Debido a sus necesidades especiales, sus padres decidieron cambiarlo de colegio a uno donde recibiera la llamada «educación especial». Desde el primer momento en que lo pisó fue «felicidad absoluta», porque comprendía que allí no destacaba en negativo: él corría igual que los demás, ya no se quedaba el último y además contaban con él.
El principal temor de estos padres es que su hijo sufra un retroceso en su desarrollo. En el colegio al que acude todo está enfocado a sus necesidades específicas y se encuentra plenamente integrado. «Cuando estamos con otras familias o amigos sin discapacidad, está súper integrado porque les enseñan también a eso», añade su madre.
En colegios ordinarios, según cuenta en base a su propia experiencia, estos niños con necesidades específicas «obviamente no aprenden como en un centro de educación especial, donde los profesionales se enfocan en ellos. Para enseñar a leer o a escribir a un niño con síndrome de Down hay que saber hacerlo, no es cualquier cosa ni una tarea fácil». Sacarlo de su centro y matricularlo en uno ordinario puede suponer que «todo lo que ha aprendido se estanque. Porque él no puede parar en su aprendizaje». En casa, durante los meses de verano recibe clases de un profesor particular: «Su mente no puede parar. Hay cosas en las que, de no hacerlo así, retrocede». Algo que puede ocurrir a Javier de tramitarse la próxima ley de Educación es que tenga que utilizar sus horas extraescolares para acudir al psicólogo o al logopeda. De ser así, «¿cuándo podrá descansar mi hijo? Sería patético que dejara de recibir esas atenciones en el centro y tener que acudir a especialistas fuera del horario de clase», exclama indignada esta madre.
Alba valora positivamente la intención de integrar a las personas con discapacidad. Argumenta que «la integración es maravillosa, sobre todo para los niños que no tienen discapacidad; el enriquecimiento personal que van a tener por estar junto a ellos en sus aulas es tremendo. Pero me gustaría que no instrumentalicen a mi hijo. Y también que nos dejaran a sus padres elegir cómo queremos educarlo».
José María Escudero, padre de Jaime, un niño autistaEn el SID sugerimos utilizar la palabra o expresión Persona con autismo en su lugar. de 11 años
«Pedimos diversidad y no un café para todos»
José María Escudero es el padre de Jaime, un niño de 11 años con autismo, pero también es el presidente de «Inclusiva, sí. Especial, también», una plataforma que lucha por la «integración real» en la sociedad de las personas con discapacidad intelectual. Escudero relata con orgullo que su hijo ha pasado por todos los tipos de escuela que existen: empezó en un colegio ordinario; después estuvo en lo que se denomina «aula estable»; y ahora acude a un centro de educación especial, donde «es muy feliz». En el «aula estable» los niños están en un entorno normalizado, pero un porcentaje del tiempo reciben una atención especializada . Jaime estuvo en un «aula estable» hasta los 6 años. En aquel momento, según cuenta su padre, en el propio colegio les aconsejaron llevar al menor a un centro de educación especial «pensando en el bien de Jaime, que allí iba a estar mejor atendido».
Si bien al principio les dio miedo el cambio porque desconocían cómo funcionaban estos centros, Escudero reconoce que «en cuanto abrimos los ojos, nos dimos cuenta de lo que nos habíamos estado perdiendo». En su opinión, hasta ahora «era el colegio el que se adaptaba a tu hijo», pero con esta ley, los niños son los que se van a tener que adaptar al colegio
Sin pluralidad educativa
Escudero teme que se disparen los casos de acoso escolar e insiste en que «lo más importante es proteger a las personas más vulnerables» y no olvidarse de que estos niños necesitan, según van creciendo, una educación muy específica que va cambiando.
En sus palabras, es preocupante que deje de existir una oferta educativa plural que atienda a las distintas necesidades de menores como Jaime, que pueden experimentar una gran evolución en el centro adecuado. «El Gobierno está obviando con esta ley las cualidades de cada niño. Pedimos diversidad y no un café para todos».
«No aprenden igual; entrenan para poder lavarse los dientes»
Bárbara de Lorenzo conoce de primera mano, fruto de sus 16 años de trabajo en un centro de educación especial, cuál es la verdad detrás de este tipo de enseñanza. Nada menos que la idoneidad, utilidad y éxito de la misma como camino para que los niños con discapacidad (su centro escolariza a niños y jóvenes con parálisis cerebral) tengan una vida lo más independiente posible. «Hay hay cosa básica con todo este lío que ha generado la ley y no me queda claro de si alguien piensa en ello: estos niños no aprenden igual, necesitan entrenamiento específico, como apoyo visual, o una estructura secuenciada de pasos simplemente para poder lavarse los dientes», explica esta orientadora del centro Los Álamos.
Coger el metro o el autobús
«¿De qué vale que vayan a un centro ordinario para sumar y restar si realmente no aprenden esos conceptos? Lo pueden hacer de forma mecánica pero no lo entienden. A mí me interesa que hablen con el frutero, con el carnicero, que puedan pagar, sacar un libro de la biblioteca y para eso hay que entrenarles en habilidades sociales que desarrollan no por imitación, por eso realmente nos pasamos la vida fuera del cole», explica De Lorenzo. Aclara que no está en contra de que los niños que pueden hacerlo vayan a centros ordinarios pero no en el caso de niños como los que prepara ella, con discapacidad intelectual. «Aprenden contenidos curriculares pero también lo que les puede ayudar a ser independientes y eso es lo que tienen por ganar: que se puedan vestir, duchar, coger el metro o el autobús solos…No sé cómo plantean hacerlo en un centro ordinario, ¿llevárselos a todos a la metro? ¿Cómo lo van a hacer? Nos no lo han explicado».
De Lorenzo señala que la etapa más delicada es Secundaria. «Hay mucho desconocimiento del trabajo que hacemos y las necesidades de estos niños, la mayoría vienen de la escuela ordinaria, al término de Primaria donde hay una integración que medianamente funciona pero en Secundaria se encuentran con pocos profesores, espacios poco estructurados, sin seguimiento individual… no pueden continuar el itinerario ordinario, es imposible». Insiste en la importancia de la atención individualizada: «Cuando hay exceso de estímulos se descompensan y aparecen malas conductas y no pueden continuar; además, los intereses no son compartidos porque la edad mental es más baja, vienen chicos con 13 años y tienen intereses más infantiles. Al llegar aquí sienten se vinculados al centro, con chicos como ellos y las barreras bajan».