No llega a fin de mes. «A duras penas», dice, tiene para vivir, para «algo más» que para pagar gastos. Hace «malabares», pero Mariela Mansilla, guatemalteca de 46 años afincada entre Tudela y Villanueva de Duero desde hace 27 años, se siente «afortunada» a pesar de la convulsa vida que le ha «tocado». La suya es una historia de superación, de remar a contracorriente. ‘Mari’, como la conocen sus amigos, lo tenía «absolutamente todo», pero hace once años su reloj se detuvo. La realidad le dio de bruces. Sin previo aviso ni anestesia. Con tan solo 35 años sufrió un ictus. Llegó a pensar que «no lo contaba». Con «muchísimo esfuerzo y paciencia» logró salir adelante. Solo pensaba en sus «niños», Kevin y María del Mar, hoy con 22 y 24 años, respectivamente. «Me dieron muchísima fuerza; eran muy pequeños y me dije: por ellos que salgo de esta», recuerda.
Y así fue. Apenas le quedaron secuelas. Tan solo pequeños hormigueos en el lado izquierdo del cuerpo. Con el paso del tiempo recuperó la movilidad perdida. Tras ese «maldito día», como se refiere, Mariela era «otra». Tenía unas «ganas inmensas» de recuperar el tiempo, pero el infarto cerebral le condicionó para siempre. Su dependencia hacia terceras personas le obligó a cerrar la tienda de alimentación que regentaba en Villanueva de Duero, la localidad natal del padre de sus hijos y a la que llegó «por amor» con tan solo 19 años. «Fue un palo duro; estaba acostumbrada a trabajar toda la vida y desde entonces no puedo trabajar», lamenta. El cariño y la atención de sus seres queridos fue «fundamental» para pasar página.
El destino, «caprichoso», hizo que siete años después la historia volviera a repetirse. Se vio de nuevo en la boca del «infierno». Un nuevo accidente cerebrovascular, más fuerte que el anterior, le «destrozó la vida». Perdió la movilidad del lado izquierdo. Desde entonces vive con medio cuerpo paralizado. Es una «pesadilla». No puede hacer sola «absolutamente nada». «Tengo que ayudarme de una muleta para vestirme, para ir de un lado a otro, para todo… Es cada día más complicado», advierte.
Aquel fatal episodio le dejó una discapacidad física del 78%. En consecuencia, la Junta de Castilla y León le concede una pensión mensual de 390 euros, una cantidad, a su parecer, «irrisoria». «Tengo que apañármelas para vivir; es imposible llegar a fin de mes con eso. O vives o te dedicas a pagar», sostiene. Cuando le reconocieron la invalidez, se puso en contacto con diversas instituciones para solicitar las pertinentes ayudas. En términos económicos, tan solo le corresponde esa cifra. «Me dieron un papel en el que me explicaban de qué podía beneficiarme, pero por una serie de cuestiones solo podía optar a la que percibo», afirma. «Llevo toda la vida trabajando limpiando en casas, pero tengo tan solo cinco años cotizados como autónoma; imagino que eso lo habrán tenido en cuenta», continúa.
El primer ictus, hace once años, le obligó a cerrar su tienda de alimentación
Más adelante, un nuevo amor le devolvió las «ganas». Hace cuatro años, en agosto de 2015, asumió, junto a su pareja, el alquiler de un inmueble en Tudela de Duero. El contrato estaba a nombre de él, pero el arrendamiento lo pagaban «a medias»: 150 euros cada uno. Pero «unos meses más tarde», cuenta, la relación se rompió. El año de acuerdo que sellaron expiró y Mariela quería quedarse allí. Se había adaptado a la casa, pero ella sola, con sus medios, no podía sufragar la totalidad de la renta.
Por ello, propuso a «una de las dueñas» la opción de compartir piso con «algún amigo o conocido». Tal y como relata, éstas accedieron, pero el compromiso tan solo se rubricó «verbalmente». «Me dijeron, todo verbalmente, que sí, que me dejaban, que con tal de que las pagara podía compartir piso perfectamente», asevera.
Sin embargo, siempre según su versión, el 7 de febrero de este año le dijeron «que no podía compartirlo más». «Les dije que no podía pagarlo yo sola con lo que ganaba. Les propuse opciones, pues tienen una librería y les comenté que si podía acercarme y trabajaba por horas, pero me dijeron que no», añade. El resultado, impagos y retraso en el abono de la mensualidad. Se fueron «acumulando» hasta que, meses más tarde, en junio, sonó el teléfono de Mariela. Al otro lado, malas noticias. El juez de paz del municipio vallisoletano le comunicó que, si no dejaba antes el piso, en septiembre la «echarían».
El tiempo pasó «volando». Esta guatemalteca creyó entender que antes se celebraría un juicio, pero no. Llegó el día. 17 de septiembre de 2019. Nueve y media de la mañana. Suena el timbre de la vivienda. Detrás de la puerta, agentes de la Policía, el abogado de las propietarias y un mediador. «Me fui con lo puesto, me dejé todo allí; me dijeron que cogiera mis pertenencias en diez minutos», explica. Fue el propio cuerpo de seguridad quien le buscó un albergue para «poder pasar la noche». Estuvo varios días acudiendo al albergue municipal de Valladolid, pero Mariela no podía continuar allí «durante mucho tiempo». «Yo necesito que el mobiliario y la zona esté adaptada, la ducha, las habitaciones…», señala.
«Nada que perder»
Se quedó en la calle. Con una mano delante y otra detrás. Ahora ha iniciado su particular cruzada para conseguir «sea como sea» una condiciones dignas para vivir. No tiene «nada que perder». «Nadie merece vivir así; la dignidad está por encima de todo», argumenta. Por el momento, y hasta que encuentre una solución, se está alojando en la casa de un amigo en Villanueva, aunque estima que «pronto» tendrá que marcharse. «Es mi amigo, y sé que va a estar ahí si lo necesita, pero él tiene su vida», concluye.